Los rostros de Trump y su legado

En los primeros meses de su segundo mandato, la administración Trump ha proyectado una visión de Estados Unidos marcada por un fuerte nacionalismo económico, una política exterior asertiva y una reestructuración interna de las instituciones federales. Sus políticas se sustentan en el concepto de America First, con implicaciones tanto a nivel nacional como internacional. Trump se ha posicionado como un disruptor, un demoledor. Quizá tenga razón George Friedman al sugerir que EE.UU. está entrando en un nuevo ciclo que requiere una “tormenta” antes de la “calma”. Y quizás el presidente sea el agente de cambio que prepara un nuevo orden interno y mundial.

Lo que sí es cierto es que, entre enero y marzo del presente año, estamos asistiendo a la destrucción de las normas de conducta internacional, a la redefinición de las alianzas tradicionales y al rebasamiento del orden mundial consolidado, con implicaciones significativas para la cooperación internacional y la estabilidad global. Y, al mismo tiempo, estamos presenciando, en el frente interno, un intento de transformación del Estado federal y de las relaciones entre los poderes institucionales de la democracia estadounidense.
Basta pensar en las órdenes ejecutivas sobre la retirada de la Organización Mundial de la Salud, la reducción de fondos a organismos como USAID, las sanciones contra la Corte Penal Internacional (CPI), la cancelación de acuerdos firmados por administraciones anteriores, como los de París sobre el clima y especialmente las órdenes que introducen o incrementan aranceles a productos procedentes de Canadá, México, China o relacionados con el
acero y el aluminio.

Más allá de las órdenes ejecutivas, están las amenazas de anexión a Canadá, a Groenlandia y al Canal de Panamá; las amenazas arancelarias contra aliados y socios comerciales; y las amenazas de salida de organizaciones como el
Banco Mundial o incluso la OTAN. Finalmente, las declaraciones sobre el fin de la sacralidad de las fronteras de los estados soberanos consagradas por el derecho internacional.

La vena destructiva de Trump, o quizás sería más preciso hablar de furia destructiva, dado su estilo, no perdona tampoco al frente interno. Basta pensar en las órdenes sobre el desmantelamiento de la Agency for Global
Media (USAGM), la eliminación de políticas DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión), el control sobre agencias federales independientes como la Federal Communication Commission (FCC) o la Federal Election Commission
(FEC), el despido y la reestructuración de gran parte del funcionariado federal y la utilización de la Alien Enemies Act como base para un programa masivo – y escénico – de deportaciones.

También en el plano interno, más allá de las órdenes ejecutivas, hay que considerar las amenazas de la nueva administración contra el poder judicial, cuyas sentencias se ignoran; los ataques a la libertad de expresión,
especialmente en universidades y en el ámbito académico; el desmantelamiento de agencias federales como el Departamento de Educación o el Servicio Meteorológico Nacional, siguiendo las directrices del
Proyecto 2025.

Órdenes ejecutivas y amenazas han ampliado el ámbito del caos y parecen conducirnos hacia un proceso que probablemente redibujará tanto el nuevo orden mundial posglobalización como el modelo cultural e institucional
estadounidense. Antes de analizar — en un próximo artículo — cómo podría evolucionar este proceso y cuáles podrían ser sus puntos de llegada, tanto a nivel interno como a nivel global, debemos entender quién es Trump y cómo su Weltanschauung está moldeando a la nueva administración estadounidense.


Los cinco rostros de Trump Donald

Trump puede definirse como un líder político revolucionario, populista,
nacionalista y extremadamente polarizador, con un fuerte impulso autoritario y una clara ambición de redefinir el papel de Estados Unidos en el mundo y de transformar radicalmente la política interna. Su enfoque se caracteriza por cinco rasgos distintivos que delinean su identidad política y anticipan su impacto en el futuro de EE.UU. y en el orden mundial.

Trump como arquitecto de una nueva derecha populista

Como líder del movimiento America First, Trump ha transformado el Partido Republicano de una fuerza conservadora tradicional en un movimiento populista y nacionalista. Su mensaje se fundamenta en el nacionalismo económico, entendido como una combinación de proteccionismo, aranceles a las importaciones y estímulo a la producción nacional; en el antiglobalismo, expresado en la retirada de acuerdos internacionales y el distanciamiento de organizaciones multilaterales; y en el anti-elitismo, fomentado a través de una guerra cultural contra los medios, la academia y las instituciones que considera parte de un deep state hostil.

Su ascenso ha generado un nuevo bloque electoral, compuesto por una clase trabajadora blanca, empobrecida por la globalización; empresarios, sobre todo del sector tecnológico; grandes corporaciones beneficiadas por la
desregulación; cristianos evangélicos y conservadores sociales atraídos por su agenda anti-woke.

Trump como líder autoritario y revolucionario

Trump busca erosionar las instituciones democráticas al desafiar abiertamente los principios de la democracia liberal, al intentar ampliar los limitados poderes de la presidencia y debilitar los contrapesos institucionales.
Ha utilizado órdenes ejecutivas y declaraciones de emergencia para eludir al Congreso; ha politizado el sistema judicial, nombrando jueces ultra-leales para blindarse judicialmente; ha atacado a los medios y a las libertades civiles, amenazando a periodistas y cerrando el diálogo con fuentes de información independientes. Su objetivo no es abolir la democracia directamente, sino transformarla en un sistema semi-autoritario en el que el presidente concentre poderes casi absolutos.

Trump como estratega de la división social

Trump ha exacerbado la polarización de la sociedad estadounidense. Ha construido su consenso en torno a la división en bloques enfrentados, alimentando el conflicto en múltiples niveles. A través de la guerra cultural, ha convertido la lucha contra lo “políticamente correcto” en un arma política, atacando a las minorías, al feminismo y a los derechos LGBTQ+. Impulsando el etnonacionalismo, ha promovido una retórica antiinmigrante y contraria a las minorías, con el fin de redefinir la identidad nacional en términos
excluyentes. Fomentando el choque entre estados “rojos” y “azules”, ha impuesto represalias económicas contra California y Nueva York, intensificando la fractura entre estados conservadores y progresistas. Esta estrategia lo ha convertido en el presidente más divisivo de la historia de EE.UU., con un enorme potencial de inestabilidad política y social.

Trump como revisionista geopolítico

Trump pretende demoler el orden mundial desde 1945. Busca desmantelar el sistema multilateral creado por EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial, basado en su hegemonía económica y militar, en las instituciones
internacionales, en la cooperación con aliados históricos — como la UE, la OTAN, Japón y Corea del Sur — y en su rol como árbitro global. Ha impulsado una visión pseudo-aislacionista y agresiva, con consecuencias devastadoras:
crisis de la OTAN, amenazada por el retiro y la desinversión en defensa europea; guerras comerciales con China y la UE que han roto cadenas de suministro globales; la retirada de acuerdos sobre clima y sanidad,
abandonando el liderazgo frente a desafíos globales. Esta estrategia ha acelerado el declive de la influencia estadounidense y ha abierto espacio a China y Rusia.

Trump como político pragmático y sin escrúpulos

Trump ha impuesto el “trumpismo” — es decir, su visión — como ideología dominante del Partido Republicano. No es un ideólogo puro, sino un oportunista que utiliza el populismo y el nacionalismo para conservar el poder.
Sus rasgos distintivos incluyen su instinto para el marketing político, la capacidad de crear lemas potentes y mensajes simples que calan entre su base, como “Make America Great Again”. Otros rasgos distintivos son el uso
estratégico de la mentira y la desinformación para manipular el debate público y una visión de gobierno basada en la lealtad personal, en la que quien no se alinea es expulsado, como sucedió con miembros de su anterior gabinete. El trumpismo no es una doctrina política coherente, sino una amalgama de autoritarismo, populismo e intereses personales, moldeada para maximizar su poder en cada momento.

El legado político de Trump

Trump, por tanto, no es simplemente un político conservador ni un outsider populista; es el líder revolucionario de una transformación radical de la política estadounidense, que está conduciendo al país hacia una democracia
iliberal con rasgos autoritarios. Es un revolucionario de la derecha estadounidense que ha desplazado al Partido Republicano hacia el populismo y el nacionalismo. Es un dirigente que amenaza la democracia, con su
desprecio por las instituciones y su afán por concentrar el poder. Es un maestro de la polarización social, que explota divisiones étnicas y culturales para consolidar su base. Es un destructor del orden mundial, que arrastra a
EE.UU. hacia un nuevo aislacionismo continental y un proteccionismo sin visión estratégica. Es, en última instancia, un político sin escrúpulos que adapta su mensaje y sus actos a su conveniencia personal.

El legado político de Trump dependerá de la capacidad de resistencia de las instituciones estadounidenses y de la evolución de las próximas elecciones generales de 2028. Si logra consolidar su proyecto durante el mandato actual, EE. UU. podría entrar en una nueva etapa histórica, más parecida a los regímenes iliberales de Hungría o Rusia que a la democracia liberal tradicional.

Y la gran pregunta para el futuro de Estados Unidos y del mundo es: ¿sigue siendo la sociedad estadounidense lo suficientemente cohesionada en torno a la idea de democracia liberal como para frenar las políticas revolucionarias de Trump, o estamos ante el inicio de una América radicalmente distinta y de un nuevo orden global?

No hay que olvidar que es la América actual la que ha creado a Trump, no Trump quien ha creado esta América. En consecuencia, el trumpismo continuará incluso después de Trump, se presente o no a la reelección en 2028, como sugiere Steve Bannon. La Constitución de EE.UU. no lo permite, pero si Trump logra doblegar al Congreso, someter al poder judicial y a la Corte Suprema, también podría subordinar la Constitución a sus intereses y a su narcisismo.